martes, 20 de noviembre de 2012

¿En qué piensan los policías cuando nos pegan?

Cuando tuve que empezar a correr delante de los grises, algo que ya no me puedo permitir, esa es la verdad, ni aunque quisiera, esa era la pregunta que me hacía: ¿en qué pensarán cuando nos pegan?

Siempre he comprendido que quienes llevan generación tras generación gozando de todo tipo de privilegios los defiendan con ahínco y recurran a mil estrategias con tal de evitar que se los quiten los de abajo, aquellos a los que temen y desprecian.

Es comprensible que gasten dinero y tiempo en establecer todo tipo de barreras y defensas y que no duden en cometer, directamente o por encargo, cualquier tropelía si se ven en peligro.

También comprendo que haya personas nacidas de lo más bajo pero que a cambio de un puñado más o menos suculento de prebendas se conviertan en arqueros de quienes en realidad no tienen nada que ver con ellos, de quienes seguramente los desprecian igualmente, e incluso quizá más, porque saben que se venden y que han sido simplemente comprados. Entiendo perfectamente que haya tanto periodista, abogado, economista, político, y tanta persona de origen humilde erigida en portavoz de los intereses de los de arriba. Es patético (basta ver cualquier días las televisiones), pero me resulta humanamente comprensible: viven para tener y los de arriba son generosos cuando se trata de fortalecer las barreras y de evitar los peligros, sobre todo, porque al fin y al cabo le pagan con su propio dinero, ni siquiera tienen que renunciar al suyo, ni a su poder, que en última instancia nunca van a compartir, como tampoco los espacios más sagrados en donde los advenedizos nunca van a entrar, por mucho que sea su servilismo y su docilidad.

Todo eso lo comprendo, pero supongo que reconocerán ustedes conmigo que es mucho más difícil de comprender la conversión de quienes, para colmo, siguen sin tener donde caerse muertos, los que no levantan cabeza en toda su vida y saben que no van a levantarla ni ellos ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos, ni los hijos de los que vengan detrás.

Por eso me he preguntado siempre de dónde saca la rabia un policía cuando, como el 14N en Tarragona, apalea a un menor, o cuando corre desaforado contra quienes podrían ser sus hijos o contra los que, en todo caso, tienen sus mismos problemas y reclaman los mismos derechos que ellos quisieran disfrutar, en una manifestación que simplemente reclama justicia y que se ejerzan derechos sociales reconocidos por las leyes. ¿De dónde saldrá la indignación para apalear a los manifestante si ellos tienen los mismos sueldos de miseria, si sus hijos corren igual peligro que el de quienes se manifiestan: no poder ir a buenos colegios públicos, o que sus padres o ellos mismos pierdan las pensiones o la atención sanitaria o los cuidados?

¿En qué piensan seres humanos exactamente igual que nosotros, o incluso con más problemas y miserias económicas, con menos derechos laborales posiblemente que la mayoría de la población, cuando muelen a palos a quienes reclaman que la sociedad en la que ellos también viven, como sus esposas, sus madres y padres, sus hijas e hijos, sea más justa y trate mejor a las personas que son exactamente como son ellos, los policías, gente de origen humilde, de rentas bajas, trabajadores como puedan serlo los demás, a los que, sin embargo, se enfrentan a palos?

¿En qué pensarán los policías cuando nos apalean para no darse cuenta de que los que corren delante de ellos en las calles simplemente quieren una sociedad en donde las gentes más desfavorecidas, como lo son sin duda la mayoría de los policías, vivan mejor y con más derechos y bienestar? ¿En qué pensarán para no darse cuenta de que los porrazos que pegan se los están dando también a ellos mismos, a sus familiares, a sus hijos, y que con esas porras durísimas no solo están rompiendo la cabeza de unas cuantas personas sino el futuro y la felicidad, ¡también!, de los seres a los que más quieren, por los que seguramente serían capaces de dar su vida con la mayor generosidad? ¿Y en qué estarán pensando esos policías que se infiltran, como hemos visto en tantas imágenes, para provocar ellos mismos la violencia y los altercados que justifiquen la carga contra jóvenes de su misma clase que están a su alrededor sin ánimo alguno de ser violentos?

¿En qué pensarán los policías para no darse cuenta de que los han colocado en el bando equivocado, que se están enfrentando en realidad a quienes son como ellos, que lo que hacen es el trabajo sucio de defender a porrazo limpio a los privilegiados que los obligan a malvivir y que condenan al paro, al sufrimiento y al malestar innecesario a sus seres más queridos?

Juan Torres López

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lunes, 5 de noviembre de 2012

Nada y nihilismo


Junto a una presencia y afirmatividad en las cosas con las que tratamos (entes) puede atisbarse, como tan impresionantemente desarrollara Heidegger, la nada. En su filosofía se expresa un desfondamiento básico por el que lo real reposa en la irrealidad, en el vacío y en la inexistencia. Los entes manifiestan para la mirada sensible y poética una tensión en la medida que son y no son, no tanto en el sentido clásico del no ser que acompaña al movimiento, sino al más básico de un ser que es en la medida en que también no es, que se retrae, que tiende en una suerte de inercia hacia la nada. El ente no es sino este retraimiento del ser, que puede atisbarse como huidiza afirmación im-presente, como lo presente im-presente de cada cosa. Esta manera de abordar el ser y, en el caso del existencialismo sartreano, la existencia del sujeto (ser-para-sí), la nada que nos cimenta y constituye, (el no fundamento que nos “fundamenta” quizás podría decirse) ha sido un presentimiento más que de filósofos, de poetas. De hecho, Heidegger acaba apostando por la poesía y el arte, en su crítica a la metafísica como un perderse en lo presente del ser olvidándolo (el ente). La poesía muestra ocultando lo que precisamente tiene como esencia el ocultarse (el ser).

El asunto de la nada, a la cual no hay que entender nunca de manera contradictoria como un algo, una cosa o una afirmación, desemboca en el nihilismo, que es una manera filosófica de abordar esta im-presente presencia. El nihilismo puede, además, entenderse básicamente de dos maneras: una negativa, es decir, como una cierta corrupción en el entendimiento y la mirada que expresa el vacío y la nada como final y extinción (así maneja el concepto, por ejemplo, Dostoievski (“Si Dios no existe todo está permitido”). O una manera que podemos denominar “positiva”, activa o perfecta, en la que la nada es capaz de engendrar lo novedoso, como si pariese al ser. Éste es el caso del nihilismo del Zaratustra nietzscheano, que ante el vacío, encuentra la oportunidad de ejercer nuevas valoraciones desde su subjetividad, lo que nombra el filósofo alemán con la expresión “voluntad de poder”. Es el sujeto quien una vez derrotadas las viejas apariencias que simulaban ser absolutos, esencias, objetos trascendentes, se acoge a una trascendentalidad de los valores elegidos a partir de una vida sana que es capaz de afirmarse en sus valoraciones. Recordemos que la perspectiva genealógica de Nietzsche conduce a la puesta en evidencia y por tanto la disolución de los viejos valores del platonismo y el cristianismo, que una vez entendidos en su origen subjetivo, son disueltos. La nada de la que surgieron vuelve a relucir, pero esta vez, el sujeto determina un mundo a partir de su no renuncia a vivir, frente al cristianismo o el platonismo.

Así, es necesario mostrar la nada de todo lo que fingía ser, a partir de un proceso de investigación genealógica disolvente. Pero Heidegger llegará más lejos y acusará a Nietzsche de permanecer en la órbita metafísica-moderna del sujeto, en cuanto que en él hay un origen y una afirmación que siguen ocultando la nada esencial. Es cierto que Nietzsche se refiere a una transvaloración, la ejecutada por el superhombre, que disuelve el bien y el mal, pero vuelve a incurrir en valorar, aunque ya más allá del bien y el mal (Nietzsche afirma en cierto aforismo romper con el bien y el mal, pero no con lo bueno y lo malo). El bien y el mal son en definitiva productos subjetivos, por lo que el superhombre, consciente de la inanidad de estos valores, va más allá de ellos eligiendo lo bueno y lo malo. Heidegger acusará en este movimiento una forma de permanecer vinculado al proceso típico de la metafísica, en cuanto que oculta el ser y olvida la diferencia ontológica, confundiendo de nuevo ente (valor) con ser. La voluntad de poder, en cuanto que es fuente de valoraciones, es una puerta por la que vuelve a colarse el pensamiento metafísico, al que, sin embargo, culmina y pone término.

El nihilismo puede ser tomado, por tanto, de dos maneras. La pasiva, que niega al ser al que la nada acaba absorbiendo (Schopenhauer) o la activa, que significa un creativo colapso, una puesta en evidencia de las distintas negaciones que puede suponer una oportunidad para la afirmación. En general el nihilismo pasivo es una renuncia a la contingencia, subordinándola, por ejemplo, a esencias trascendentes (Dios, valores) y lo que busca Nietzsche es realzar precisamente la contingencia como tal con el nihilismo activo. Dar la vuelta a la experiencia de la finitud y mostrarla, contra las tendencias gnósticas, como algo valioso de por sí, de manera que el dolor sea asumido, encarado y admitido como parte de la contingencia, incluyéndolo en una afirmación global de la misma. El error de considerar, como Schopenhauer, mala a la existencia es el pretender situarse en una perspectiva fuera de la misma, cosa imposible. En realidad, el valor global de la vida no puede ser tasado y por eso, aunque es fuente de valoraciones, ella misma está más allá del bien y del mal. Todos los valores proceden de nosotros mismos, que los “ponemos” en las cosas y que pueden ser, por tanto, síntomas de nuestro estado vital. Y contemplar la nada que acompaña a lo contingente, al eterno retorno y a la vida, debe ser hecho de manera valiente, sin autoengaños, al modo de un heroísmo trágico. Lo que Nietzsche añade a Schopenhauer es la manera de encarar esa nada esencial y de afrontar el dolor de la contingencia, utilizando magistralmente ese instrumento del que sólo disponemos los seres humanos: la risa. La risa y la ironía como elevación y distanciamiento salvadores a los que se acoge el ser capaz de sufrir con la mayor intensidad.

Marcos Santos Gómez

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