jueves, 29 de septiembre de 2011

Contra la democracia, contra las elecciones, contra las reformas políticas, contra los partidos.


Ante las elecciones generales y las peticiones de reformas parlamentarias o de representabilidad, la postura que ha defendido el nihilismo, si se puede hablar de algún "-ismo", ante las elecciones siempre ha sido la misma: la abstención. El no reconocimiento de la llamada legalidad democrática y, por tanto, la no participación en ninguna de sus instituciones, como colectivo, ni en ninguno de sus cauces, como individuos. Esta postura ha tenido algunos momentos históricos de gran repercusión, tanto en el plano social como político, como por ejemplo en la década de los treinta, pero en las últimas décadas ha sufrido un ataque por parte de los agentes políticos y comunicadores del Sistema. Este ataque ha intentado desvincular la abstención de cualquier tipo de posicionamiento social, político o ideológico; reconociendo de esta forma la exclusividad de la participación social dentro de los cauces de la representatividad. 

En un país en el que parecía que las inquietudes sociales y políticas habían quedado relegadas a una serie de profesionales ha emergido un movimiento popular, considerado propiamente como "ciudadano", que puso en las primeras páginas de los periódicos oficiales la denuncia de una serie de irregularidades que en los últimos tiempos están tornándose insoportables para la clase trabajadora; que, en nuestra opinión, son fruto inherente de los sistemas jerárquicos.

Este movimiento ha dado una especial importancia, desde nuestro punto de vista inmerecida, a la actitud que hemos de tomar los individuos ante las elecciones; municipales en su momento, generales en la actualidad. Y han intentado, desde nuestra opinión, reconducir el descontento de les trabajadores y cuidadanos hacia los cauces democráticos, continuando y asumiendo el discurso establecido desde el Sistema. Se han puesto en la palestra opciones hasta el momento ampliamente minoritarias como el voto nulo o el voto en blanco, intentando asumir para la democracia representativa a aquellos sectores descontentos con la política actual, en una especie de regeneración de la representatividad.

De esta forma se da una nueva imagen al Sistema, los sectores descontentos con los políticos parece que ya no están en desacuerdo con el Sistema por éstos generado, y base de todas las atrocidades cometidas contra los ciudadanos. Simplemente quieren que se vayan unos políticos para que vengan otros a hacer lo mismo, una especie de ensayo conductista que parece tener como intención desmovilizar a la clase trabajadora por agotamiento o desilusión.

Lo que se intentó de forma generalizada fue asumir como propio un movimiento que, en la teoría, estaba desideologizado y despolitizado; demostrando, en realidad, que asumía la ideología del sistema y hacía el juego a partidos extra o cuasi-extraparlamentarios, poniendo en tela de juicio la veracidad de su apolitización. De esta forma, parecía que todos tenían cabida bajo el lema de reivindicación de una democracia real. Desde les que defienden la dictadura de los mercados hasta les que defienden la dictadura del proletariado, incluso, y a nuestro pesar, parecía que aquellos que abogan por la abolición del Estado y toda forma de autoridad también se sumaban a las demandas de una democracia más eficaz para ponerla al servicio de los intereses de una clase consumista. 

Nosotros, rehusando cualquier tipo de posibilismo, nos declaramos abiertamente antidemócratas. Estamos en contra de la democracia representativa, porque no creemos en ningún tipo de delegacionismo y estamos convencidos de que éste siempre deriva en la usurpación del interés personal. Del mismo modo estamos en contra de la llamada democracia directa, porque esta, por no erradicar el sistema de votación, deriva en la sumisión del individuo a la llamada voluntad colectiva que no tiene porqué representarle. Toda democracia supone la imposición de una mayoría, a lo sumo, sobre un minoría.

Así, dentro de ese obnubilamiento intelectual que genera la democracia a su alrededor, y bajo el cual férreos defensores de estructuras diferentes, dentro de los Sistemas jerárquicos, se autointitulan como incondicionales defensores de los valores democráticos; nosotros nos negamos a sumarnos a esa corriente unitaria y tendenciosa. La democracia, en realidad, no se diferencia, al menos en este aspecto, de otros regímenes totalitarios. Pues si bien en estos se condena a través del castigo físico a sus detractores, en la democracia, además, se les condena a través del ostracismo ideológico, siendo considerados una especie de detractores del género humano.

A nosotros no nos vale la reforma del sistema electoral o la creación de listas abiertas, no nos vale con mejorar un Sistema con el que no estamos de acuerdo. Nos es indiferente el valor que el Sistema quiera dar a nuestra voz, porque lo que pretendemos es que nadie pueda cuantificar nuestra opinión cuantitativamente; sino que sea considerada cualitativamente por nuestros iguales. Cuestión ésta que no puede conseguirse en ningún sistema de votación, sino en un sistema de asambleas horizontales que funcionen por consenso unánime.

Porque no creemos que sea posible, en ningún modo, que la delegación en una serie de individuos suponga otra cosa que la enajenación del interés de los individuos a merced del interés propio de un individuo, sujeto, de forma generalizada, no sólo a presiones externas, como mercados o intereses de grandes emporios, sino también a favores personales.

Tampoco creemos que sea viable el ideal de democracia. Pues, a pesar que entendemos que las situaciones actuales de corrupción y desentendimiento de la clase política son inherentes al sistema de representación, no damos por bueno ningún tipo de delegación que no sea asumido bajo un mandato conciso, emanado de una asamblea horizontal y siempre con la posibilidad de revocación. Es decir, solo entendemos la delegación cuando ésta no tiene ningún margen de actuación fuera de lo emanado de forma consensuada. Pues es ésta la única posibilidad de que los intereses de los individuos permanezcan blindados ante cualquier intento de enajenación o desvirtuamiento.

No nos vale, pues, con actuar dentro de los cauces legalmente establecidos, no atendemos a ningún tipo de imposición ajena a nosotros mismos y a la propia razón. Hacemos un llamamiento a la reflexión, a la coherencia, a la abstención, al boicot y al sabotaje de todo tipo de elecciones y al fortalecimiento de las organizaciones de base, horizontales y ciudadanas.

Colectivo nihilista de la Revista Nada

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domingo, 18 de septiembre de 2011

El nihilismo activo. Genealogía de la modernidad (Julio Quesada Martín)

http://www.estudiosnietzsche.org/seden/Quesada1999.jpgJulio Quesada Martín
El nihlismo activo. Genealogía de la modernidad
Guadalajara (México): Universidad de Guadalajara (Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, Departamento de Filosofía), 1999.
349 págs. 21'1 x 13'7 cms.
ISBN: 968-895857-3

Julio Quesada trata de responder en este nuevo libro que publica, en la misma línea que su otro libro Ateísmo difícil. A favor de Occidente, a una serie de preguntas que nos hacen mirar hacia atrás para poder seguir avanzando de una manera más consciente en el nuevo milenio que se abre desafiante ante nosotros. Esas preguntas, que han acompañado al autor en sus diversas investigaciones serían las siguientes: ¿Acaba la metafísica occidental en un puro Nihilismo? ¿Sólo un Dios puede salvarnos? ¿Hemos realmente comprendido lo que significa Nihilismo? El título es ya lo suficiente significativo como para orientarnos en la lectura de esta sugerente y "apasionada" filosofía experimental, que necesariamente tiene que provocar y azuzar al más indiferente de los lectores que se acercan curiosos e inocentes a las aguas bravas de esta escritura. Nihilismo activo, no "pasivo"; una genealogía de la modernidad, como hermenéutica deconstructora, que nos permita avanzar por las fisuras que abren nuevos horizontes al pensamiento. Y ciertamente es el nihilismo el hilo conductor de este pensador creativo, inquieto e inconformista que con sus reflexiones, que tocan los puntos más sensibles y neurálgicos de nuestra civilización actual y desgarran los velos edulcorantes academicistas, trata de desenmascarar las debilidades de tantas legitimaciones y justificaciones ideológicas que tamizan el orden preestablecido. En esta obra encontraremos vivencias profundas, compromisos difíciles, mucha heterodoxia y, sobre todo, la inquietud de un espíritu e imaginación mediterráneas que quiere dibujar con su estilo iconoclasta otros caminos del pensar y otros modos de decir que abran el horizonte a una pluralidad rica y tolerante de ideas.
Bajo cuatro epígrafes se desarrolla diversos temas que tocan de una u otra manera una serie de problemas siempre presentes en la filosofía: el problema del nihilismo, el problema del mal, el problema de la metafísica, el problema del vacío que deja Dios para los que ya no creen en él, el problema del nacionalismo, el totalitarismo, la novela, etc. Todos estos temas y problemas son planteados con especial atractivo, dejando a veces que hablen otras voces, con su testimonio: Nietzsche, Ortega, Camus, Rilke, Heidegger, etc., un diálogo entre aquellos autores que señalan en el Nihilismo una de las más importantes claves de nuestra historia. La primera parte de libro está relacionado con la hermenéutica (pp. 17-108), el segundo más bien de carácter metafísico, centrado sobre la crítica del principio de razón suficiente (pp. 109- 226), el tercero bajo el título de Ulises o nada, plantea las posibilidades de la relación filosofía-literatura.
Sísifo y Zaratustra se reencuentran porque anulan el poder de los dioses en medio de la soledad metafísica y la toma de conciencia del nihilismo. Sísifo representa un modelo ejemplar para comprender el eterno retorno. Zaratustra bendice la eternidad del círculo, su estructura narrativa, pues el interprete es reinterpretado eternamente, dialécticamente vuelve a ser negado, como el mar infinito, el texto infinito. Y detrás del concepto de interpretación, la "fuerza". Interpretar es introducir fuerza en las cosas, violencia, llevarlas más allá de lo que son (interpretaciones). Zaratustra no se queda extasiado frente a nuestra finitud, como lo hacen los predicadores de la muerte, pues para él la muerte no agota la vida. Y Julio Quesada opta por defender a Nietzsche contra Heidegger, porque para este la muerte es la posibilidad más peculiar del Dasein. El antihumanismo de Heidegger hace de la muerte la verdadera sustancia de lo que hay y se olvida de la tercera transformación del espíritu. E autor se muestra en su obra crítico frente Heidegger, frente a su pasado, sus relaciones con el III Reich, y se une a las voces de Adorno y Paul de Man. Se prefiere la interlocución de Hannah Arendt y su defensa ontológica y política de la natalidad, donde se enraíza ontológicamente la facultad de la acción (p. 107) para dialogar con Nietzsche.
Una segunda parte tiene como tema central la crítica al principio de razón suficiente Después de analizar el problema del PRS en Leibniz, el autor explica las razones filosófico-literarias del irracionalismo moderno y contemporáneo. Frente al optimismo onto-teo-teleo-lógico-polítco de la razón, -así define el optimismo de la modernidad-, el pensamiento de Schopenhauer se hace imprescindible como crítica, frente al "optimismo vergonzoso", porque nos ofrece un análisis del mundo concreto de nuestras vidas que hace cambiar la perspectiva del mal. El mal es una "realidad aplastante", la única donde no se puede hacer sustracción hermenéutica. No obstante, para Julio Quemada, el problema sigue siendo cómo "narrar la secularización de nuestra finitud", sin sucumbir a las sombras de Dios (p.151). El capítulo Tiempo , técnica y narratividad trata sobre la crítica del PRS en Heidegger. Para este la esencia del fundamento no está en el PRS sino en la propia trascendencia, clave de la subjetividad. Gracias a este principio, tanto el mundo como el comportamiento del hombre–masa se han transformado en un objeto calculable, legitimando la seguridad sobre el objeto de cálculo. En este contexto tanto Heidegger como Nietzsche habían llegado a la misma conclusión: a Dios se le ha convertido en un "bastón para cansados". El principio de razón suficiente es el principio de todo representar racional, de tal manera que la tierra entera se transforma en objeto de investigación, pues lo único que vale ya es la eficacia inmediata. La alternativa de Heidegger al PRS es la llamada a favor del arte, y sobre todo de la poesía, para encontrar un concepto de "producción" que no se someta al vasallaje del PRS. Se trata, en definitiva, de salvar las diferencias que el principio de razón suficiente nivela (Cf., p.183). Como ejemplo y colofón de la crítica del PRS, Quesada se pregunta, en un nuevo capítulo, ¿cuál es la razón suficiente de Auschwitz? "Pensar Auschwitz al final de la filosofía significa para la razón histórico-narrativa que de lo que no podemos hablar lo mejor no es callarse sino contarlo una vez más "(p. 199). De nuevo aparece la sombra del fervor heideggeriano por el nacionalsocialismo y los intentos de justificar su nada ambigua posición. La defensa exculpatoria que hace Nolte de Heidegger, constituye para Julio Quesada un "fracaso" al tratar de justificar el silencio de Heidegger frente al holocausto. Basta con leer el trabajo de D.J. Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler, para neutralizar los argumentos de Nolte.
La ultima parte lleva como título simbólico Ulises o Nada. Uno de los diagnósticos más extendidos sobre Europa es que el desierto del nihilismo sigue creciendo y creciendo. En las circunstancias actuales la opción por el nihilismo activo supone un giro importante para la historia del pensamiento occidental. Ahora que Dios ha muerto, ¿tiene que tener la vida un sentido para poder vivirla? Para Camus esto era una tragedia y, precisamente, es la condición trágica del hombre la que restituye a la vida su grandeza. Por eso cree Quesada que el nihilismo está en las antípodas del existencialismo heideggeriano. "Ulises o Nada", la belleza o el totalitarismo, la vida o la eternidad. Por último, una serie de trabajos que giran en torno a la razón narrativa y a la novela trata de buscar en la literatura una alternativa a la abstracción del concepto; tal es el tema de nuestro tiempo. El autor caracteriza castizamente el perspectivismo lingüístico de la novela como la abuela del perspectivismo filosófico. El Quijote se presenta como un paradigma de perspectivismo, pluralidad y democracia. En él todos tienen voz, todos pueden en igual medida expresar sus pensamientos. Por eso, la novela se convierte en "género literario de la democracia", el género más liberal.

Creo que la obra que reseñamos merece la atención de todos aquellos que nos dedicamos a la filosofía, pues es un ejemplo de cómo se puede colocar la filosofía en la encrucijada de nuestro tiempo, en el centro de los problemas que acosan nuestra vida diaria y real. Probablemente no deje indiferente a nadie. Para unos puede resultar provocadora, por su talante iconoclasta y desmitificador, pero toda provocación despierta la imaginación y el pensamiento aletargado de aquellos que se han instalado en la seguridad de sus "castillos conceptuales". Es posible, también, que muchos no compartan sus puntos de vista y sus perspectivas, o la manera y la forma en que presenta su filosofía, descarnada, a cara de perro, con actitudes desgarradas, dirigiendo sus dardos contra aquellos puntos sensibles de nuestra cotidianeidad y nuestro presente. Pero nadie le podrá acusar de tibieza y creo que su compromiso por llegar hasta el final de los problemas le hace merecedor de que escuchemos, por lo menos, sus palabras y su voz en medio de estos tiempos sombríos.
Luis E. de Santiago Guervós

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domingo, 11 de septiembre de 2011

Mike Peters: ¿NO ES EL DINERO UN OBJETO?

Vía Grupo Surrealista de Madrid

El dinero no es imaginario: parece ser tan objetivo como un muro de hormigón, pero esta objetividad es social. No tiene nada que ver con la forma sólida de las monedas, sino en última instancia con la solidaridad de la burguesía. Cuando la sociedad es burguesa, el poder del dinero equivale al poder concentrado de la burguesía. El cadáver de Marx ha vuelto como un aparecido para atormentarnos en el presente.

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domingo, 4 de septiembre de 2011

María Santana: LA CIUDAD FUNCIONA CON GASOLINA

Iba a doscientos por la autopista cuando me pegué el trastazo
Me llevaron al hospital y allí me amputaron la pierna
Tuve suerte: no fue la del acelerador
Los médicos creen que podré seguir corriendo
El Roto, 1992
           
La vida en la Tierra se convierte cada día en una tarea más difícil. Las personas nos vemos obligadas a tratar de sobrevivir en un entorno peligrosamente patógeno como es la urbe moderna. Y parece que ya no existe siquiera un rincón perdido en el planeta en el que poder refugiarnos, porque se trata de un fenómeno en progresión en el que siempre se puede ir a peor. Los paraísos ocultos en los que exuberantes especies animales y vegetales eran capaces de preservar una vida infinita y libre no son más que bonitas e imposibles postales. Una vez que el ser humano introdujo sus instrumentos tecnológicos en estas utopías medioambientales su equilibrio fue deshecho, sus recursos esquilmados y los nativos supervivientes recluidos en parques “naturales”. Roto el sueño infantil de las selvas vírgenes aún nos quedaba la idea de huir al campo para desintoxicarnos, para recuperar algo de lo que fuimos en nuestros olvidados orígenes. Nos imaginábamos en este refugio rural como bucólicos pastorcitos y cultivadores de tomates y patatas. Sin embargo, hoy en día esta huida tampoco es sencilla: por un lado tendríamos que hacer frente al duro síndrome de abstinencia al dejar de vivir bajo el absoluto control de la ciudad; por otro, y lo peor de todo, es que no podemos aspirar en el campo a una verdadera liberación del yugo tecnológico (1), porque estaremos sufriendo desde la lluvia ácida hasta el chantaje de la compra de semillas modificadas genéticamente. Así que parece que al ser humano no le queda más escapatoria que ser realista y asumir lo que supone la vida moderna. Vida que tan sólo puede ser desarrollada en las grandes ciudades y sus réplicas menores en tamaño (los pueblos). Ante este desolador panorama, no nos queda más que tratar de sobreponernos a las múltiples enfermedades que afectan desde nuestras funciones biológicas básicas como el sueño o la ingesta, hasta trastornos mentales como el estrés o la depresión, eso si dejamos al margen el proceso de banalización de las actividades intelectuales o lúdicas que tan sólo tienen ya una función escapista. En una vida frenética en la que hasta algunos (2) juegos infantiles llevan incorporado un cronómetro para que no se exceda la media hora del despilfarrador segmento lúdico, es imposible recuperar el ritmo humano natural. Danzamos al son de las máquinas, de las fábricas, de los zumbidos de los televisores o de los colores de los semáforos.

El ser humano se ha ido forjando como una especie heroica dentro del reino animal. Esto se debe a que ha sido capaz a lo largo de su existencia de resistir a catástrofes naturales, inclemencias, hambrunas, epidemias, etc., mientras muchas otras especies sucumbían o se colocaban peligro de extinción. Pese a todos los peligros, los individuos humanos han conseguido mantener una proliferación creciente. Para ello hubo de ponerse en marcha y desarrollar la capacidad intelectual y una cultura. Porque mientras las otras especies animales se hallaban preparadas o se adaptaban fisiológicamente para garantizar su supervivencia, lo único que poseía el hombre era el cerebro. De modo que la especie humana proyectó toda su capacidad y sus ansias de vida en las construcciones sociales y culturales: el lenguaje, los instrumentos técnicos, las comunidades políticas, las organizaciones económicas, etc. Pero, a estas alturas, debemos ser capaces de ver este relato de un modo más lúcido. Ya que, frente a todo este grandioso y grandilocuente mito antropocéntrico de supervivencia y desarrollismo cultural, hoy comienza a ser dudoso que el hombre pueda resistir a su propio envite, a la degradación progresiva que ha efectuado sobre su entorno, las otras especies y sobre sí mismo.
Una de estas construcciones técnicas que hubo de poner en marcha originariamente para garantizar la vida humana fue la creación de comunidades y unidades políticas alrededor de un núcleo urbano. Las hermosas ciudades antiguas, ejemplificadas en la polis griega, han quedado en el imaginario colectivo como la base de la socialización y la división del trabajo. Pero los mitos que poseíamos sobre la democracia ateniense o la ciudad burguesa, en la que los ilustres ciudadanos se demoran por las calles discutiendo sobre el futuro de la comunidad, se han deformado hasta constituir la inmensa pesadilla urbanita en la que malvivimos.
En este sentido, no hay que olvidar que la construcción y modificación de las ciudades siempre se han apoyado en decisiones e ideologías políticas. La urbe actual no es más que el intento minucioso de materialización del mercado capitalista en el que, como bien sabemos, el dinero está reñido con la propia vida. Por eso, actualmente la ciudad no se confecciona con la finalidad de acoger y potenciar el desarrollo de los seres humanos, sino para promover el intercambio de mercancía (3). Y para posibilitar dicho intercambio, al que se ha reducido nuestra existencia, el mayor esfuerzo de un urbanista se centra en gestionar las aceleraciones, las idas y venidas de los vehículos. El transporte de seres humanos atravesando las ciudades y conectando con otras unidades urbanas es lo que posibilita el sostenimiento del sistema. Las grandes avenidas, las rotondas, los semáforos, se han convertido en las arterias, las articulaciones y los órganos que componen los barrios periféricos de nueva construcción. Los centros urbanos actuales son prácticamente intransitables para los automóviles, difícilmente accesibles y convertidos en museos o mausoleos (no hay mucha diferencia). Ya apenas existen paseos o plazas, por lo que no hay ningún lugar público de encuentro. Las calles son sólo vías por las que acceder al destino comercial y la presencia de gente, transitando con alguna intención de comunicación, ha sido frenada con la progresiva eliminación de fuentes, bancos, papeleras o cualquier clase de mobiliario público.
Además, los vehículos motorizados exigen una holografía completamente uniforme, es decir, cualquier alteración grave como una colina o depresión para ellos puede resultar insalvable. Esto ha obligado a alterar de una forma aún más monstruosa nuestras ciudades, de tal modo que todas las curvas son amplias y todas las calles planas. Pero nuestros antiguos entornos naturales se están desfigurando hasta lo irreconocible, se han hecho túneles gigantescos en las montañas o puentes imposibles para salvar profundísimas simas. Cuando se contemplan estas construcciones megalómanas uno se pregunta cómo se pudo vivir hasta ahora sin semejante adelanto, cómo hemos conseguido comunicarnos y desarrollarnos sin ese inmenso túnel que recorre de forma subterránea los Pirineos. Delante de un coche siempre va una apisonadora allanándole el camino, convirtiendo un paisaje vertiginoso en una carretera segura que te lleva de forma diligente. Aunque más grave es el argumento del transporte de mercancías que hoy, pese a disponer de trenes, barcos y aviones con mucha mayor capacidad y eficacia, se hace casi exclusivamente a través de camiones. Evidentemente, el análisis de las catastróficas consecuencias del uso masivo de este transporte no puede ser tratado sistemáticamente aquí, pero, aún así no debemos olvidar que los efectos de un coche se multiplican en el uso del camión: desgaste de las carreteras, peligrosidad del tránsito, atascos, contaminación,…, uniéndose el hecho de que los camioneros constituyen una casta a parte, la de los profesionales del volante, quienes disfrutan de un estatus superior en la carretera a costa del cual amedrentan y violentan al resto de conductores.
Habitamos en el reinado absoluto de la mercancía. Y en él tenemos la oportunidad de poseer el instrumento con más valor, el paradigma que explica la socialización de sus miembros y facilita su integración, esto es, el automóvil. Alrededor del coche se articula la ciudad, los valores, el tiempo (ya sea de trabajo o de descanso) y hasta lo que comemos (como esos fabulosos banquetes de los Mcautos). El tiempo que pasamos dentro de los coches para ir a nuestro puesto de trabajo, para volver a casa, para ir a comprar, para desplazarte a un centro de ocio, para huir de la ciudad a alguna reserva “natural”, etc., ha obligado a que éstos se equipen de manera extraordinaria hasta llegar a albergar neveras, posa vasos, televisores, y todo tipo de complementos que lo acerquen a una apariencia de lugar en el que permanecer y descansar, más que en lo que realmente es: un medio de desplazamiento. Pero en contraste con esta enrome funcionalidad, son ampliamente conocidas las anomalías que el propio automóvil genera: contaminación, atascos, mal humor, agresividad, atropellamientos, choques, … Y en no pocas ocasiones todos estos males acaban con el fallecimiento de alguno de los interactores.
¿Qué es entonces lo que sostiene a tan perjudicial medio de transporte? Es el mayor fetiche de nuestra cultura, sin él no eres nada, no merecería la pena vivir, porque no podrías ir a ninguna parte. Quien, sin embargo, recurre a los medios de transporte público y otras alternativas obsoletas como la bicicleta, sólo puede ser tomado por una persona excesivamente joven (no puede aún obtener el carné de conducir), una persona realmente pobre (no tiene dinero para pagarlo) o un loco y asocial (no quiere tener coche). Pero lo peor es tener que pertenecer a ese vergonzoso grupo de los torpes que no han sido capaces de obtener el carné de conducir, que se han examinado varias veces y lo han dado por imposible y que ante la necesidad perentoria de poseer un vehículo propio acaba adquiriendo uno de esos minúsculos coches de ciudad que sólo necesitan el carné de moto. Los demás conductores lo observan desde sus flamantes automóviles con la compasión con la que se miraba al tonto del pueblo, para inmediatamente después mofarse de él. Renunciar a él es asumir la posición en una escala social subordinada que no es libre porque depende de sus piernas, de su esfuerzo o del transporte público. El coche se acaba convirtiendo en un instrumento imprescindible de socialización, en el centro mismo de nuestras vidas, ya que alrededor suya se articula la ciudad, nuestro tiempo e, incluso, nuestros propios valores éticos o estéticos. Es un elemento ideológico, porque no hay que olvidar, por ejemplo, que la industria automovilística fue la que introdujo las primeras novedades en la automatización de los modos de producción y la que antes se ha apropiado de los avances tecnológicos (algo que ha compartido con la industria espacial y, ahora, con las telecomunicaciones). Así ha sucedido, entre otros avances, con el GPS que no era más que un sistema de vigilancia de nuestros movimientos, que se exportó alegremente al coche y de ahí al propio viandante, el cual puede ir de un lugar a otro completamente desconocido sin tener que relacionarse con nadie, sólo mirando su bonita pantallita.
Lo cierto es que podemos llegar a postular la existencia de un universo paralelo de asfalto en el que ha desaparecido prácticamente la comunicación entre el peatón y el conductor. Ese mundo exclusivo de los coches existe dentro de nuestra ciudad, y se accede cotidianamente a él una vez se entra en un vehículo para desplazarse. Entonces quien entró como persona de bien se transfigura hasta el punto de volverse irreconocible y de negar cualquier empatía con el inocente peatón que se encuentra más allá de las lunas del coche. Ya no hay piedad con aquello que fuimos y se van eliminando aceras en las que montamos los coches, zonas de juegos para los niños, bosquecillos molestos e inútiles. Es para todos evidente que esta máquina tiene el terrorífico poder de transformar al sujeto que intenta manejarla: ¿qué clase de malignas características son propias de ella? ¿Cómo podemos ingenuamente pensar que somos nosotros quienes hacemos libre uso? ¿Quién sale beneficiado de la extensión de esta patología tecnofílica?
Algo debe de compensar al propietario del automóvil, por ejemplo: “El coche es bueno para recorrer grandes distancias porque se pueden alcanzar grandes velocidades”. Sí, es cierto que se puede llegar con gran rapidez (hasta 250 km./h) a lugares relativamente lejanos, tanto es así que si lo hacemos con menos pericia de la debida dicho viaje puede ser mortal, por ello, los coches exigen granes habilidades a los conductores. El automovilista es un sujeto polivalente que debe controlar desde el tiempo que hace (haciendo las veces de meteorólogo), la distancia y actitud de los automóviles colindantes y los cercanos (anticipándonos a sus movimientos gracias a la ciencia de la psicología), las señales de tráfico (con la astucia suficiente para poder evadirlas), el estado de la carretera (cual experimentados topólogos), el funcionamiento y mantenimiento eficaz de nuestro propio coche (como ingenieros sin igual) y, por si esto fuera poco, hiperdesarrollar los reflejos hasta hacernos recordar a nuestros antepasados primitivos. En fin, parece ser que coger un coche significa aumentar las posibilidades de desarrollo de la humanidad hasta límites desconocidos, haciendo de cada conductor un ser único con una capacidad de sabiduría prácticamente ilimitada. Pero, no nos engañemos, por mucho que nos esforcemos y perfeccionemos en el arte de conducir, los automóviles tienen numerosos fallos que escapan a nuestro control. Desde el momento de su costosa adquisición comienza su rápido deterioro que lo vuelve un objeto prácticamente obsoleto con el que da miedo salir a la carretera en apenas un par de años, algo previsto por la industria del automóvil y que es clave para su rentabilidad. A partir de entonces la aparición de averías es continua, y eso que aún no se ha terminado de pagar las letras, lo que hace más caro su mantenimiento. Si a esto se le une la velocidad que puede alcanzar resulta extraño que no haya más accidentes, podemos estar realmente orgullosos de nuestros esforzados conductores que llegan intactos la mayoría de las veces al final del trayecto.
A todo este aparato ideológico que pone en marcha el fenómeno de lo tecnológico se unen factores que agravan considerablemente el modo de acercarnos a un automóvil. Hoy en día, gracias a los milagros de la ciencia y la idiotización massmediática, todos podemos considerarnos jóvenes, al menos hasta los cincuenta. Este fenómeno de inmadurez general ha llevado aparejado la extensión de la estulticia y el poco aprecio a la propia integridad física y mental. Todo esto se extrapola de forma paradigmática a nuestra relación con los coches. De modo que cualquier individuo que aspire a la posesión y el habitar (por el tiempo que pasamos en él) de uno de estos inventos debe cumplir los pasos de un ritual ampliamente conocido. Tras una breve y muy poco instructiva preparación en la que, eso sí, se le obliga al aspirante sufrir una ridícula examinación de las habilidades adquiridas, se capacita al sujeto para el manejo de una máquina gigantesca con apariencia dócil y segura. Sin embargo, y con una frecuencia que debería alarmarnos, dicha máquina se descontrola sin causa aparente convirtiéndose en un arma mortal y la persona que la maneja sin destreza (pretendiendo que la tiene, aunque en la realidad todos los conductores son aficionados) en un asesino. Mientras tanto, resulta paradójico oír a todos estos conductores comentar alborozados las cualidades y mecanismos de sus deslumbrantes automóviles, que pueden abarcar desde el equipamiento sonoro hasta el más nimio detalle del motor. No hay más que aprenderse la cacofónica jerga de los anuncios y ya puedes presumir delante de tus compañeros de trabajo: ¡Cómo se nota que mi coche tiene cbk y opq! Es que no tengo más que apretar el acelerador y como me descuide ya me he comido la farola. Y así comentan entusiasmados las proezas que realizan frente al volante, como si conocieran y controlaran la máquina en la que se han introducido, en palabras de Jean-Marc Mandosio: “este individuo moderno se cree investido de los poderes de un todopoderoso demiurgo de la tecnociencia en el momento en el que gira la llave de contacto de su coche climatizado” (4). Ya en los inicios del siglo XX Alfred Jarry nos advertía sobre el salto cualitativo que suponía la introducción de un instrumento que multiplicaba de forma incontrolada las capacidades del hombre, “La máquina reemplaza muy bien a Dios. Está más avanzada que Dios por esta razón: que el hombre la ha construido no a su imagen sino con una potencia inesperada.” (5)  Bajo el halo religioso de la todopoderosa tecnología el coche se erigía en el absoluto ser trascendente, la encarnación de la velocidad en la tierra.
Quizás una de las claves del éxito del automóvil y de la auténtica adicción que su uso provoca es que se trata de una manera de hacer pasar la realidad ante nuestros ojos como si de una película se tratara, es un recinto cerrado e íntimo, una armadura que alberga al conductor y a sus acompañantes, quienes ejercen de espectadores de sus proezas y hazañas. El parabrisas se convierte en la pantalla en la que se proyectan nuevos lugares, nuevas sensaciones y que convierten a esta realidad externa en un espacio virtual, lo que atenúa la sensación de peligro. Mientras tanto, el conductor coloca toda su existencia frente al volante y se proyecta hacia delante en una aceleración creciente durante la cual olvida la meta y tan sólo vive un juego que se visualiza con todo detalle. De manera constante, sin un segundo en el que poder bajar la guardia y descansar, aparecen obstáculos a los que se debe esquivar o hacer frente de forma valerosa. Si los obstáculos son neutrales y circunstanciales, como las señales de tráfico o los semáforos, al jugador le basta con ignorarlos o hacerles caso aparentemente, dado que mientras no haya guardias no habrá sanción. Pero el jugador no se encuentra solo ante la pantalla, sino que intervienen otros jugadores que pretenden arrebatarle la posibilidad de llegar el primero y conseguir el mejor aparcamiento. Mientras, también deberá esquivar y humillar a todos aquellos conductores que encuentre con menor pericia y que se interponen en el juego para retrasar su llegada y mejorar la posición de sus competidores. El juego es el más serio, es la lucha por la supervivencia y en ella se puede pasar de la más dulce victoria a la más trágica derrota en tan sólo unos segundos, todos guiados por la ley de la conducción, llegar el primero. Pero la carrera no puede acabar nunca, porque siempre hay alguien delante vayamos a donde vayamos. Y muchos han sido los caídos en esta dura lucha, pero sabemos que serán aún más los que se vayan sumando hasta que todos estemos dentro de una máquina con ruedas. Ni el airbag, ni la mejora de las carreteras, ni toda la guardia civil, pueden evitar este derramamiento de sangre.
Pero cómo olvidar a aquellos compañeros de viajes, cómo no deberles esos recuerdos tan entrañables. Y es que cada periodo de nuestra existencia está vinculado al modelo de automóvil que teníamos, a todas esas características que lo convertían en un ser único, a todos esos divertidos fallos que dieron lugar a inolvidables anécdotas: el día en que se levantó el capó del coche y no veíamos nada de la carretera, el día en el que reventó la rueda y no pudimos ir al pueblo, el día en el que de tantos giros la niña me vomitó encima,… Porque el coche acaba siendo un miembro más de la familia que se rememora con nostalgia. Entre el conductor y su vehículo se da con el uso una relación de complicidad muy íntima que hace insustituible a dicho conductor, él sabe cómo manejar el motor, cómo hacer que no se cale a primera hora de la mañana, que dé las curvas de forma adecuada, etc. Tanto que uno teme prestarlo a otra persona, para que el coche no se sienta extraño y acabe cometiendo fallos.
Uno de los estandartes en los que se enarbola la bandera del capitalismo es la igualdad de oportunidades en los productos de consumo. De ahí que podamos aspirar todos, incluso algunos de aquellos que tienen tan sólo un empleo precario (siendo jóvenes en su mayoría), a la flamante posibilidad de poseer un vehículo. Esa es la gran recompensa por el sacrificio que es existir en este universo. Por eso se ha posibilitado que el precio de algunos ejemplares nos sea accesible o, al menos, que se pueda fraccionar en cómodos plazos. Lo que hace que se llegue a plantear su compra con anterioridad a la adquisición de una vivienda. La consecuencia es que muchos de estos jóvenes proyectan sus deseos y necesidades en él: la funcionalidad y comodidad para la práctica sexual (sin duda el uso más beneficioso de un coche), pero, también, la decoración y equipación como si de un hogar se tratase. En el coche se escucha música, se come, se reúnen los amigos, se bebe, se comparten momentos de asueto, y, como complemento a todo esto, dándole el toque de originalidad a este pequeño apartamento, se desplazan de un lugar a otro. Pero, como en todas las grandes epopeyas, lo importante no es el destino, sino el viaje. Un viaje lleno de atascos, en el que bajar las ventanillas significa un cáncer de pulmón, en el que se oyen insultos y desagravios constantemente y en el que o se es una víctima o se es un héroe.
Posiblemente, el ser humano en su increíble capacidad para mutar será capaz de adaptarse a todo esto. La verdadera cuestión, que debemos resolver cuanto antes, es si queremos transformar de manera tan radical y perjudicial nuestro entorno y a nosotros mismos en pos de la absoluta utopía tecnológica en la que el hombre será una máquina más. En este mundo, la ciudad ideal, que ya se está construyendo, cumple con la proporción necesaria: un tercio de la superficie se emplea para la red viaria, otro tercio al estacionamiento del vehículo y el último tercio a las actividades residuales (se entiende que aquí entra lo de vivir). Las islas rodeadas de tráfico incesante en las que se han convertido las viviendas ya van sufriendo bajas: hay peatones que han sido alcanzados por un vehículo desbocado en plena acera o, peor aún, han sido atropellados en pleno salón por un coche que ha atravesado la pared, en un afán de ocuparlo todo.
María Santana.
Publicado originalmente en la revista Salamandra 15-16
Notas:
1.- Bertrand Louart esclarece en un artículo publicado en la revista Maldeojo nº 1 el término de tecnología con la siguiente definición: La tecnología es un conjunto de técnicas, de útiles y de máquinas, de organizaciones y de instituciones, e igualmente de representaciones y de razonamientos producidos con la ayuda de un conocimiento científico muy avanzado de ciertos aspectos de la naturaleza y de los hombres. La tecnología aúna, de este modo, a la técnica, a la ideología, al saber científico, a la modificación de la naturaleza, etc. Es decir, todo lo que comprendemos como mundo desarrollado.
2.- Durante las pasadas Navidades se ha comercializado un juego familiar en el que la clave se hallaba en la incorporación de un cronómetro que daba por terminada la partida se hubiese o no llegado a su fin. Las consecuencias inmediatas que podemos extraer de esta novedad eran, por ejemplo, el establecimiento de un entorno estresante, para que los niños se habitúen a dar una respuesta satisfactoria ante una situación de presión y, por otro lado, la posibilidad de no demorarse en el juego ni, evidentemente, en las relaciones entre padres e hijos.
3.- Entendiendo por mercancía en el capitalismo hiperdesarrollado tanto los productos (naturales o manufacturados) como el trabajo del hombre o el tiempo de ocio. Todo se vende por dinero.
4.- Jean-Marc Mandosio, "El condicionamiento neotecnológico", artículo publicado en Los amigos de Ludd Nº1 .Traducción del capítulo III del libro de Jean-Marc Mandosio Aprés l'effondrement. Notes sur l'utopie néotechnologique (Encyclopédie des Nuisances, 2000). Se puede encontrar también en internet en la página www.altediciones.com
5.- Alfred Jarry, ‘Patafísica, pag. 131. Editorial Pepitas de Calabaza, Logroño, 2002.

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jueves, 1 de septiembre de 2011

Julio Monteverde: EN EL LUGAR DEL ACCIDENTE

En la hora de la toma de tierra
en el país del hombre,
todo
circulaba
sin sello
como nosotros
Paul Celan
Mirad: son extraños los momentos en los que la luz estalla, en los que la potencia de lo que sucede abre el pensamiento como un cuchillo congelado. Instantes en los que el cuerpo cobra rigidez a consecuencia del latigazo de todo aquello que participa de la verdad. Sí, son extraños, pero es sin duda a partir de estos momentos, por muy escasos que sean, sobre los que se funda el sentido de lo que pasa, y es gracias a ellos que el conocimiento sufre sus pequeñas (y en ocasiones sus grandes) revoluciones.

Si lo que existe es informe, si sobre los fenómenos el pensamiento arroja el lazo de la lógica, como quien empaqueta sus regalos, la complejidad misma del sistema, sus infinitas entradas y salidas, impiden a ciencia cierta el abarcamiento de la totalidad. Por aquí y por allá aparecen todas esas presencias inquietantes que se salen del cuadro, hostigándolo. El sueño de la estabilidad común se ve continuamente importunado, zarandeado, por el rayo del cambio y lo inesperado, rayo violento que lo compromete y lo amenaza. Estos dos estados, el de la estabilidad y el de la convulsión, deben ser entendidos en su dinámica como contrarios que se niegan furiosamente el uno al otro pero a los que resulta necesario interrogar si queremos entender algo de lo que la vida en toda su amplitud puede suponer, si queremos adentrarnos en la experiencia de la existencia cercana, desnuda, de esos estados que hacen posible, aún y todavía, mantener fundadas esperanzas en el ser humano y su futuro.
Para intentar arrojar algo de luz sobre lo expuesto arriba, me acercaré a Lacan en sus grandes líneas cuando estableció la diferencia conflictiva entre la realidad y lo real, aplicable tanto al conocimiento como a lo que son directamente sus consecuencias. Para Lacan, aquello que llamamos “la realidad” no es sino la narración construida, el sistema de relatos, convenciones y actitudes que sirven para crear un camino a través de una existencia en apariencia absurda y sin sentido. En su funcionamiento, la realidad define apriorísticamente los fenómenos clasificándolos y relacionándolos con arreglo a unas categorías y sistemas precedentes gracias a los cuales se cree en disposición de explicar el mundo. La ideología, como sistema explicativo, sería de esta forma una de las más fuertes construcciones que se utilizarían para catalogar los fenómenos con arreglo a un esquema anterior. Igualmente, la idea de Dios sería la piedra angular sobre la que descansa, para algunos, el sentido de la vida. A la luz de esta operación la realidad puede ser entendida como una construcción, asimilable a las zonas comunes de una casa, en la que lo social tendría las de ganar en favor de lo distinto.
De esta forma, la realidad, en su proceso de estancamiento, tiende a su propia consolidación. En su antidesarrollo, constantemente está buscando y encontrando pruebas para confirmarse, para reafirmarse en una inmovilidad que le es necesaria para ganar la partida al fantasma del cambio (1). Su propio mecanismo es totalizante. Todo lo que no encuentra en ella un lugar cómodo no es asimilado más que en favor de ciertos prefijos (sub, para...) que lo niegan indirectamente. Esto es fácilmente entendible cuando se observa la forma en que se ha determinado qué forma parte de la realidad y qué no forma parte de ella. Se podría afirmar que la definición que la realidad se da a sí misma es aquello que existe verdaderamente. Es fácil darse cuenta por tanto que este verdaderamente supone una exclusión más o menos arbitraria de fenómenos con arreglo a una necesidad anterior. Pues si todo lo que existe debiera entrar a formar parte de ella, no existen verdaderas razones para, en este proceso, dictaminar que fenómenos como los sueños no forman parte de la realidad tan sólo porque ocurran en la esfera psíquica del individuo.
Y es que la realidad se ha creado para que las piezas encajen, hasta tal punto que se podría concluir que su finalidad es encajar las piezas a toda costa. Es en cierto modo un contrato mental(2), cuya aplicación práctica serviría de guía a la conducta, permitiendo lo juicios apriorísticos y la creación de una conducta reglada en base a sus necesidades de consolidación. Los términos de este contrato mental son innumerables, pero en nuestra sociedad podrían citarse, a modo de ejemplo, la creencia en un mundo justo en el que cada uno recibiría lo que merece en el largo plazo; la fe en el progreso del ser humano que acabará resolviendo todas sus contradicciones a costa de no cesar nunca su movimiento hacia adelante y hacia arriba; o la represión de todo lo que participa de las necesidades de la imaginación individual en beneficio del denominado “bien común”. Aquí los mitos, como puede suponerse a raíz de estas consideraciones, resultan parte integrante, creadoras, de esta realidad y de sus presupuestos.
Sin embargo, la tragedia de la realidad es que no es monolítica, se mueve, en ocasiones poco a poco, después toda de golpe. Decía al principio de este texto que son extraños los momentos en los que el relámpago triunfa, en los que la narración se ve interrumpida por un fenómeno que la cuestiona frontalmente y ante el que la asimilación se hace francamente complicada. Estos momentos suponen el esplendor de lo real. Lo real, en contraposición con la realidad, es informe, discontinuo, vive debajo de las sombras y su despertar es el trueno. Lo real sucede. Y sigue sus propias reglas, coincidan o no con las que la realidad ha pretendido fijar. Lo real es la materia oscura que irrumpe en la realidad atacándola (3). No es necesario aquí llegar muy lejos en la cuestión de ejemplos: la irrupción de la muerte significa siempre el alumbramiento de lo real. Ante el inmovilismo en el que nuestras mentes parecen discurrir más o menos confiadas en su inmortalidad, o al menos en su no-fin, la muerte, que es real hasta la saturación completa, siempre acaba apareciendo para destruir este estado mental. La realidad flota frente a nosotros mientras lo real nos atraviesa violentamente exigiendo sus derechos al trono.
Así, el amor-pasión, la poesía en su manifestaciones más directas o la ya mencionada muerte, son estados que la realidad tiende a negar al considerarlos demasiado inquietantes, demasiado cargados de preguntas complicadas y farragosas consecuencias. No obstante, poseen tal grado de presencia cuando se manifiestan que, se quiera o no, siempre encuentran una puerta o una ventana para llegar al exterior y modificarlo. Pues lo real tiene predilección por el accidente para hacerse visible y, en las condiciones actuales de la sociedades más o menos desarrolladas, lo real siempre es el accidente, y los accidentes, se quiera o no, son inevitables, ocurrirán. No son fallos del sistema, son el devenir mismo del sistema que los contiene de forma explícita desde el mismo momento en que se constituye como tal.
Actualmente, los mecanismos de la realidad han desarrollado un complejo sistema de asimilación de la necesidad imperiosa que el ser humano posee de estos accidentes, hacia los que se vuelca para calmar la sed que le provoca la realidad. El sistema espectacular, en su última vuelta de tuerca, ha diseñado sus armas para poner a producir también esta necesidad de lo real. Se ofrecen los acontecimientos espectaculares, creados a partir de la ficción, como accesos a esa experiencia intensificadora que el hombre necesita para elevar su existencia al grado de vida. El caso más grotesco de esta colonización total se puede ejemplificar, a mi entender, en los comentarios que espectadores de todo el mundo hicieron ante el acontecimiento del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. Por aquel entonces muchos afirmaron que lo que estaban viendo “parecía una película”. De esta forma es como el espectáculo se ha convertido en lo real verdadero para millones de seres del planeta, acostumbrados como están a que las cosas pasen sólo en las películas.
Sin embargo, lo real continúa existiendo, forma parte constitucional de la existencia y su ocultación, tarde o temprano, acaba pasando factura. Cuanto más alejado se encuentra uno de la experiencia de lo real, cuanto más se encuentra mediatizado por la realidad, más violento es el choque con su aparición que siempre acaba produciéndose en el espacio una vida. La realidad demanda, exige, que nada la turbe, que nada la espante, y parece evidente que la aparición violenta y traumática de lo real no es sino consecuencia de esta rigidez de la realidad, que no le permite hoy en día otra vía para su manifestación, a no ser que esté adulterada fatalmente por su futuro rendimiento económico.
De la misma forma, aquello que aún habita en las cavernas interiores del ser, no por ser ocultado ha dejado de existir. Por encima y por debajo del intento de construcción de la personalidad individual, centrada en la aparición del YO como sujeto único, claramente identificado y consciente, reptan todos los espacios de indeterminación en los que la personalidad creada se ve atacada por aquello que surge de ella sin verdadero control y con total poder sobre el individuo. Ciertamente, los logros de siglos de educación racionalista y religiosa han logrado grandes triunfos. La narración, a través de las cadenas que el propio lenguaje extiende sobre el pensamiento, ha triunfado aparentemente para adaptar al hombre a lo civilizado permitiendo así mantener el sistema operativo sobre el que descansa su economía y desde el que se dictamina qué debe entrar a formar parte de la realidad (en este caso la personalidad), que no es más que aquello que la fortalezca o que, al menos, no la perturbe (4). El comportamiento instintivo, el deseo violento (sexual o no), hasta la misma risa como fuente de placer o medio de ataque forman parte de estos supuestos problemas.
Toda esta represión, que se produce tanto a nivel social mediante la legislación represiva y la eliminación progresiva de alternativas, como a nivel psicológico a través del pequeño agente de policía que la educación ha depositado en cada uno de los cerebros, no tiene visos de relajarse, aunque de vez en cuando se permita el lujo de cambiar de objeto con el correr de los tiempos. Su función, ya lo dije, es mantener el sistema tal y como está, y sobre todo, facilitar el acceso de las conciencias individuales al sistema de opresión perfeccionando sus métodos para llegar a conseguir que sea el propio individuo el que acepte de buena gana esta opresión que se le ejerce. Pero en ocasiones, en momentos muy determinados en el tiempo, este sistema se quiebra, y suele ser en aquellos momentos en los que la tensión desborda al individuo que este encuentra sus propios caminos para dar respuesta a lo que le oprime. Porque el sistema ha hecho más hincapié que en ningún sitio, primero reprimiéndolas y ahora poniéndolas a producir, en aquellas parcelas que más pueden atacarle. Así el erotismo, por ejemplo, ha pasado a formar parte, no ya de la experiencia puramente privada, tal y como debe ser (5), sino de una experiencia carcelaria en la que dispondría de sus momentos apropiados, claramente dispuestos en el espacio del tiempo para no perturbar el continuo discurrir de la actividad, y en el que su cumplimiento dependería siempre de su estatus de fuego controlado. Ante esto, el ser humano siente la necesidad mil veces repetida de franquear ese espacio cuando su deseo se manifiesta como una verdad incontestable ante la que toda realidad, toda guía de conducta, tiende a desvanecerse ante los propios ojos asombrados del que siente. Así, la experiencia del deseo y del amor puede, según los bienpensantes, arruinar una vida, es decir, quebrar los parámetros que la realidad había designado, a priori, para ella. Lo que se gana o se pierde en esta operación está suficientemente claro para aquél que se deja arrastrar.
Igualmente, basta comprobar, por ejemplo, como los poderes del sueño pueden afectar a una vida para comenzar a vislumbrar la capacidad que el hombre continúa teniendo para re-encantarse a sí mismo gracias al propio cuestionamiento de la realidad que surge a través de él sin una premeditación (llamémosla así) civilizada. Cómo, en el interior más o menos abisal de su pensamiento, reside todavía un afán de revuelta contra las condiciones que se le han impuesto desde el exterior injustificadamente, y de cómo este afán le sobreviene desde una zona harto difícil de concretar. No son pocas las personas que han sentido como un sueño cambiaba su vida, un sueño en el que la imagen mental de la propia personalidad saltaba en mil pedazos, un sueño cuyo recuerdo se volverá recurrente a lo largo del espacio de una vida, y que nunca acabará de plantear una pregunta para la que el soñador cree conocer la respuesta de antemano aunque tampoco la consiga articular de forma coherente. Si el soñador está convenientemente adiestrado, convendrá que los sueños, en definitiva, sueños son. Si por fortuna sus condicionamientos mentales se encuentran en una órbita distinta, analizará su experiencia y, en las medida de sus posibilidades, actuará en consecuencia.
De esta forma, parece evidente que los esfuerzos de la represión sobre este tipo de comportamiento real, engarzado por pura necesidad en lo salvaje, han sido innumerables, y que han tenido un éxito incuestionable, pero conviene tener en cuenta que el hombre se ha civilizado durante muy poco tiempo si observamos su verdadera historia sobre la faz de la tierra y el lapso de tiempo en el que se ha consolidado su civilización. Los recursos siguen estando ahí, dormidos pero no perdidos, y el accidente siempre ocurre cuando el ser humano se descubre a sí mismo desarrollando una conducta inesperada. La presión no se puede mantener indefinidamente sin que la válvula estalle. Y es en esos momentos en los que la realidad se muestra insuficiente para contener a lo real, en los que la verdad desborda el espacio mental, que el ser humano busca en su interior las otras armas de las que posee para dar una verdadera respuesta a lo que le domina, al espanto de la presencia descarnada. El recurso a la revuelta, físicamente violenta o no, pasa entonces de ser una actividad más o menos intelectualizada o ideologizada para mostrarse como un brote discontinuo de una actitud que resulta a fin de cuentas inclasificable pero que en la lógica de su locura desafía toda concepción previa que pudiéramos tener respecto a su aparición. Sería demasiado ingenuo pensar que 3000 años de historia han acabado definitivamente con estos estados si tenemos en cuenta la duración de la estancia del hombre sobre la faz de tierra (6). Este arsenal de comportamiento real, no civilizado, e intrínsecamente emancipador al surgir de la confrontación contra aquello que lo intenta eliminar, continúa intacto para todos, no sólo para una minoría radicalizada. A decir verdad, es más que discutible que esta minoría sea la que de el primer paso a lo imprevisto. Más bien todo lleva a pensar que estos acontecimientos suelen sorprenderlos, desconcertarlos, teniendo que ponerse al día rápidamente y a trompicones (7).
Así pues, ya que lo real existe, ya que la realidad no es más que una parte de aquello que supone el fondo abisal del ser humano y de su sociedad, en el que éste puede encontrar medios abruptos para hacer frente a lo que le domina, no resultará vana la intención de abrir la puerta a todas esas cumbres de frío que forman los estados más preciosos de la existencia del hombre. La búsqueda de la surrealidad nunca ha querido otra cosa, pues no se trata de buscar la enajenación en lo salvaje, lo instintivo o lo irracional, sino de convocar a la realidad, en la medida de lo posible, a todos estos estados de la existencia humana de los que hablo. Se trata de construir nuestra morada en mitad del puente (8), pero no para domesticar estos aspectos del comportamiento humano, ni tampoco, y esto debe ser entendido explícitamente, para subordinar toda acción individual y colectiva en la búsqueda de estos estados como nuevas piedras filosófales de la lucha contra la dominación, sino para mantener abiertas todas las puertas que permiten la entrada libre de lo oscuro inmediato acercando al ser al establecimiento de una relación más amplia y completa con aquello que forma parte de él, con aquello que lo lanza al paraje tormentoso del deseo en el que las respuestas de la realidad se revelan insuficientes. La reducción máxima del trauma que supone la aparición de lo real y su asimilación de una forma no-negativa. O más concretamente: volver a poner a disposición del ser humano todas las fuerzas, que son suyas por derecho de nacimiento, en la lucha por alcanzar una vida más completa y verdadera, una verdadera vida, en una sociedad nueva.
Julio Monteverde.
Publicado originalmente en la revista Salamandra 15-16
Notas:
1. Un observador apresurado podría argumentar aquí, que en realidad, la sociedad del espectáculo es también la sociedad del cambio permanente. Pero no conviene confundirse sobre esto, los cambios que a toda velocidad se nos imponen (la moda, por ejemplo) son perfectamente inocuos, y más tienen que ver con la necesidad de que todo siga igual al presentarse como golosinas que aplacan la necesidad de huida hacia otro espacio vital. En realidad estos cambios no son sino variaciones infinitas de un mismo vacío.
2. Esta expresión, como puede fácilmente adivinarse, es un reflejo del famoso contrato social de Rousseau. Ahora bien, todos los defectos del término acuñado por el filósofo francés pueden aplicársele igualmente, sobre todo este, ya detectado por la crítica marxista en su día: que no se trata de un contrato firmado libremente por ambas partes, sino impuesto por una parte a la otra, que se arroga el poder de hacerlo cumplir y de cambiar sus cláusulas según sus necesidades históricas.
3. Este concepto de lo real está relacionado directamente, al menos en mi esquema, con la experiencia soberana de Bataille, entendida como momento vital sin otra finalidad que él mismo, que se nutre de sí y revierte en sí; y con la verdadera vida de Rimbaud, concepto poético que me parece suficientemente literal en todos sus sentidos y que por lo tanto no me detendré a explicar.
4. La confrontación egoísta, el ataque salvaje hacía el otro, están plenamente justificados en el mundo empresarial si con ello se consiguen los réditos económicos deseados. Si los mismos ejecutivos tienen a gala denominarse “tiburones”, no encuentran ningún impedimento moral en que su conducta sea depredadora, salvaje y destructiva hasta un nivel prehumano más propio de verdaderos animales salvajes que de supuestos seres civilizados instalados en el centro mismo de un sistema que se denomina a sí mismo racional.
5. Sobre esta afirmación, en apariencia arbitraria, el lector podrá encontrar un desarrollo adecuado en el texto de Antonio Ramírez, Regreso al subterráneo, o el erotismo reconquistado, publicado en el número 13-14 de Salamandra con el que me muestro en perfecto acuerdo.
6. La revuelta es, en gran parte de las ocasiones, un acto espontáneo, salvaje, que surge sin verdadera articulación. Conviene recordar que las revueltas (las campesinas, por ejemplo) suelen ser el inicio de las revoluciones, llevadas a cabo como segundo movimiento de este acontecimiento, pero sin el que no pueden ponerse realmente en marcha. Está de más ahondar en la importancia que por tanto tiene este comportamiento no reglado, discontinuo, en el futuro de toda revolución.
7. Obsérvese por ejemplo el desconcierto que produjeron acontecimientos como mayo del 68 o la caída del Muro de Berlín, acontecimientos que ningún intelectual radical había siquiera vislumbrado y sobre los que las explicaciones aún resultan confusas y dispares si se intenta eliminar cualquier referencia a lo fortuito.
8. Ese puente en el que a un lado permanece lo conocido, y al otro, al cruzarlo, los fantasmas salen a nuestro encuentro.

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